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Ser todopoderoso es un atributo exclusivo de Dios, tal como recogen diversas tradiciones filosóficas y teológicas, incluyendo el cristianismo.

NO SER DIOS TIENE SUS VENTAJAS

Por José Tavárez

Ser todopoderoso es un atributo exclusivo de Dios, tal como recogen diversas tradiciones filosóficas y teológicas, incluyendo el cristianismo. Esa omnipotencia le permite, según Santo Tomás de Aquino, “hacer todo lo que es lógicamente posible”. Vista la cuestión a través del prisma humano, nos damos cuenta de que el compromiso asumido por la divinidad es colosal. Solo atender las quejas, ruegos y deseos de la humanidad es una tarea difícil de imaginar.

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No ser Dios proporciona un gran alivio a los humanos, porque nos libera de la pesada carga de un mundo lleno de necesidades por resolver. Sucede, sin embargo, que muchos de nosotros jugamos a ser todopoderosos, cargando los problemas de otros y sustituyéndolos en las tareas que les son propias. Esta actitud termina por agobiarnos, rara vez es agradecida y suele generar más perjuicios que beneficios en otras personas.

Mucho del estrés, con su secuela de efectos negativos para la salud física y mental, procede de asumir responsabilidades de otros, generalmente familiares, vecinos o relacionados. Para evitar situaciones como esas, mi madre acudía a su refrán favorito: “El que tumba su cohombro, que se lo eche al hombro.” En palabras llanas, que cada uno sea responsable de sus propios actos y consecuencias.

El sentimiento bondadoso y solidario de algunos posibilita que otros abusen mediante chantajes afectivos, imposiciones o intimidación. Abundan los casos en los cuales los abuelos se ven forzados a cuidar de nietos abandonados por los progenitores; otros cargan con deudas y compromisos de terceros o heredan conflictos no provocados por ellos. A este menú de dificultades se añaden los problemas propios que no tienen solución inmediata, los que contribuyen a acrecentar la ansiedad, el malestar y la infelicidad.

No se trata de promover la indolencia o la falta de solidaridad con los demás, el sentido del otro y el espíritu solidario son valores inherentes al ser humano. La idea es administrar los buenos sentimientos para evitar que se conviertan en fuente de perturbación, estrés y culpas que afecten el propio bienestar y la felicidad a la que tenemos derecho. Somos seres contingentes y limitados, con un poder finito para responder a necesidades y resolver problemas. Solo Dios lo puede todo, conviene tener en cuenta ese detalle.

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